Hay cosas que hacemos sin darnos cuenta que tienen grandes consecuencias en nuestro bienestar. Una de ellas es la vinculación automática entre el ingreso y el gasto: gastamos en función de lo que ingresamos, y no de lo que necesitamos.
Esto está tan asumido que ni lo cuestionamos: todo el mundo parece convencido de que cuando el ingreso aumenta, es inevitable que los gastos aumenten hasta – literalmente – alcanzar al ingreso.
Luego está el asunto del ritmo. La dependencia que establecemos, también sin darnos cuenta, entre ingreso y gasto es tan fuerte que recibir dinero y empezar a gastarlo parecen ser lo mismo. Es como si ambos fueran el mismo músculo, incapaces de moverse de manera independiente.
La verdad es, sin embargo, que ingreso y gasto son dos variables que responden a determinantes y riesgos diferentes. Por lo tanto, no existe ninguna razón – que no sea un mal hábito – para tal vinculación automática.
La cantidad y la calidad de nuestro ingreso dependen de la naturaleza y los riesgos específicos de nuestra actividad productiva. El gasto, en cambio, depende de las decisiones de consumo, adquisición e inversión que tomemos, las cuales son influidas por factores distintos a los del ingreso.
Un paso importante hacia la sostenibilidad del bienestar es separar las decisiones de gasto de la ocurrencia directa del ingreso. Más bien, nuestros gastos deben obedecer a una gestión consciente de nuestro costo de vida y de nuestro perfil particular de riesgos.
Dos ejercicios
Para ejercitar la separación de los ritmos de ingresos y gastos, prueba lo siguiente: la próxima vez que cobres, oblígate a esperar 24 horas antes de tocar el dinero para pagar o gastar. Verás cómo esta espera no tiene consecuencias, y cómo el enlace automático entre ingreso y gasto está sólo en nuestras mentes. Tener cuentas separadas para ingresos y gastos también puede ayudar.